martes, 5 de octubre de 2010

MODIGLIANI




Tengo un amigo catedrático que me llama cariñosamente Modigliani, porque según él mi rostro es parecido a los retratos del genial artista. Tengo las facciones alargadas, los ojos almendrados, y mi cuello también es excesivamente largo. Es una lástima que Amedeo Modigliani muriese en la más absoluta pobreza, y que ahora nos sorprendamos porque la escultura Tête al ser subastada en Christie’s haya superado la increíble cifra de 43 millones de euros, porque la obra lo merece destilando un aura entre mística y africana.

La sensación al contemplar los cuadros del pintor es una mezcla entre tristeza y sensualidad, señorío y aceptación de un destino fatídico, y sin espacio al albur venturoso de la felicidad. Sus desnudos no inspiran lujuria ni pasión, y flotan en el espacio desprendiendo más ternura que violencia. Son damas despojadas de su ropa para enseñar su alma, sin miradas que demuestren su desafío, ni vergüenza por mostrarse en estado puro, sino imperfectas e impúdicas en su esplendor al ser vírgenes etéreas.

Sus retratos destacan por una fragilidad física y un pesimismo que cautivan. No son cuadros vivos que se muevan ante nuestra retina, sino imágenes cuya fuerza no radica en un realismo perfeccionista, ni en la belleza figurativa, sino en la imprecisión de sus dibujos y en los trazos fuertes y seguros de su autor.

Admiro a Modigliani porque intuyo que este genio místico siempre adoró a la mujer superponiéndola por encima del hombre como ninfa y princesa, musa y reina de un mundo más poderoso y espiritual al vivido, debido a un estancamiento de la propia sociedad establecida.

Quizás vea a un hombre con un inmovilismo rebelde, una frustrada realidad, y un romanticismo exacerbado e infantil. En definitiva, a un espécimen raro y exótico, siempre con la mujer como diosa adolescente, cautivadora y sin maldad.

ROSA MARÍA VERA

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