TAMBORES
DE FERIA
La feria malagueña del
centro nos deja un regusto a cadáver exquisito. Y no es que a Málaga le falte glamour
y tronío, -porque de ello hay constancia en el Cortijo Torres-, sino por el
trasfondo de luces y sombras que equiparan a las dos ferias.
El bochorno de agosto no
contribuye a vestirse de flamenca, el caos botellero del Centro aún menos, y
todavía no hay orden ni concierto en lo que se refiere a urbanidad y buenas
maneras. Habría que plantearse otra semana en el calendario para celebrar
nuestra feria. Habría que buscar una solución para que la música pachanguera no
convierta al Centro Histórico en una discoteca callejera donde se vomita por
las esquinas y la suciedad es una imagen grabada en la retina del turista.
Sí, porque todavía hay
escépticos que miran al turismo como fuente de ingresos en nuestra feria, ya
que los malagueños no tienen un euro y el paro echa mano de bocadillos y latas
de bebida traídos desde casa. El famoso anuncio televisivo de visitar “nuestros
bares” no deja de ser irrisorio y patético cuando hay familias que no tienen para
comer y están desahuciadas.
Si el Cortijo Torres es el
parangón de clase y estilo, del desfile de carrozas y caballos, de señoritos y
damiselas engalanadas, y de casetas que acogen con las puertas abiertas al
visitante; el Centro se ha convertido en la feria del pobre, del parado, y de
una juventud que vive el botellón entre un baile frenesí de sudor y griterío.
Málaga tiene que volver a
sus orígenes lúdicos de coros y bailes, de señorío y saber estar. Porque incluso
el Cortijo Torres tiene ofertas más económicas y degustaciones gratuitas. Un
agravio comparativo con los precios del Centro, donde a la mala gestión
ambiental se une una pésima calidad en el producto que se consume.
Los tambores de feria ya
quedan atrás, pero este tórrido verano nos deja con ese regusto amargo de haber
vivido un pretérito esplendor, y que ahora es un cadáver exquisito con cierto
olor a podrido.
ROSA
MARÍA VERA