CASTRACIÓN
No hay nada más terrorífico
que la castración mental. Que haya fanáticos que tiroteen a una mujer por
presentarse a un programa de televisión, que se vierta ácido sobre el rostro de
una menor por contravenir unas leyes religiosas, o que lapiden a una supuesta
adúltera cuando ha sido violada, (o sin violación) es la más vil manipulación
del fanatismo. Da igual que sea político, religioso o el fruto de una sociedad
que se merienda a sus súbditos con la promesa de un paraíso inexistente.
No hay que dejarse engañar
por estos titiriteros del poder que manejan los hilos desde sus despachos, o
mejor aún, desde sus partidos de golf con amigos de las altas finanzas. Sobre
el césped se dirime el futuro de las naciones, la compra-venta de armas, o la
próxima guerrilla en un país tercermundista. Ya no somos tan ingenuos como para
pensar que la pobreza sólo cuesta dinero. Ya no vale que las oenegés pidan ayuda
y apadrinamientos para niños huérfanos cuando existe otra guerra mucho más
peligrosa que se baraja en los grandes bancos y en los capitales ocultos en paraísos
fiscales.
El fanatismo es una
herramienta más. Se utilizan a líderes cultos y mundanos con una buena conexión
con el pueblo, y desde sus minaretes o atalayas mediáticas utilizan un discurso
que llega a quiénes no tienen nada que perder. O sí cuentan con cálidos hogares
pero todavía creen en falacias de un futuro que siempre albergará el paraíso de
Adán, las huríes viviendo junto a ríos de miel, o el vuelo hacia otros planetas
de lejanas galaxias.
Quizás ya estemos acostumbrados
al pesar, a la desgracia. Quizás no podamos cambiar el mundo porque vivimos en
una angustia vital insostenible, en un acomodamiento del discurrir de los días
con la impotencia de no poder cambiarlo. Y ahí empieza nuestro declive. Porque
si todavía existe una mínima ilusión, una leve esperanza de que las naciones se
unan para combatir el terror, el hambre y sobre todo el miedo a sucumbir ante
el poder del dinero, ante el fanatismo y la manipulación, quizás entonces
tengamos una flor a la que agarrarnos en la soledad de nuestro asteroide.
Hay que luchar, puede que
con imaginación y audacia con tal de no perecer en el intento. Que no castren
nuestras ganas de vivir y nuestra esperanza por ver crecer la hierba a nuestro
alrededor. Allá a lo lejos estará la muerte, el mal y la desdicha, pero que no
puedan con nosotros. Al menos, que no marchiten la ilusión de poder combatirlos
con dignidad.
ROSA
MARÍA VERA