MAR ADENTRO II
El mar está en calma como la luna reflejada en un estanque y el sol lucha por salir cruzando la delgada línea del horizonte. Son las cinco de la mañana y el pescador lanza su caña al mar desde la orilla en una playa solitaria y lejana. No hay mucha profundidad y tiene que adentrarse un kilómetro hasta que el agua le cubre el pecho si quiere coger peces grandes que merezcan el día. Es mucha labor y con ilusión espera recobrar el fruto de su esfuerzo. Las lombrices están dispuestas en el anzuelo, vivas, con la energía propia de ser alimento de voraces viajeros del Atlántico.
Nos colocamos el equipo de buceo a sabiendas de que el frío nos hará temblar al zambullirnos tan temprano. No hay nada como el amanecer en el mar para recobrar el pulso de la naturaleza. No hay nada como sentir el latido acelerarse con la emoción salpicada en nuestra sangre. Mi hermano y yo saltamos desde la barca como peces juguetones abriéndose camino por los recovecos de las rocas. No llevamos protección, y nos confundimos con saurios marinos adentrándonos en las entrañas de la tierra.
El hombre siente un tirón en la caña e irrumpe en improperios contra las piedras que obturan los anzuelos. No puede recoger el hilo y éste se tensa obligándole a soltar carrete si no quiere perder el plomo y quedarse sin los gruesos ganchos que tan minuciosamente dispuso para la pesca. Vuelve a sentir una fuerza descomunal que pretende arrancarle el brazo, y tiene que descansar y seguir recogiendo el sedal lentamente. Algo ha picado al otro lado de la caña, pero no puede ser tan grande, -imposible-, ¿cómo pretender que no sea una roca atrapando a un simple mortal?
Hay gran variedad de peces de colores y las medusas succionan nuestra piel cuando chocamos contra las enormes aristas de las profundidades. La arena del fondo es densa y blanca como las colinas del desierto, y no resistimos la tentación de coger moluscos. Caracolas, cangrejos, y algún que otro centollo pululan confiados por su territorio; y emocionados, nos descubrimos ante el mar igual que súbditos ante su rey. Somos primogénitos de una vida que empezó en su seno y volvemos a él redescubriéndonos a nosotros mismos.
(Y nunca sabremos si el duelo de vivir eran lágrimas vertidas al mar, y el consuelo de pertenecerle)
El pescador sigue en la lucha por no romper sus aparejos de pesca. La caña se arquea tanto que el hilo le hiere provocándole profundos cortes en su mano. Y mientras la sangre corre por su muñeca sin sentirla ni sufrir por ello, piensa que es un dios menor persiguiendo su destino. Ya sabe que es un depredador quién muerde el anzuelo; ya conoce los efectos devastadores del enorme pez que lucha por sobrevivir, y sigue recogiendo el sedal muy lentamente para evitar que se rompa de un brusco tirón y desperdiciar así la intensidad de luz, la armonía y la lucha en un día afortunado.
Salimos del mar ateridos de frío, vislumbrando una sombra oscura que sale del agua con la aleta dorsal cortando las suaves dunas de las olas. Va zigzagueando por la superficie, y vemos al pescador partirse el alma por intentar sacar la pieza del mar. Del esfuerzo su pecho chorrea sudor, y sus manos agarran la caña intentando cruzar la orilla arrastrando consigo al enorme escualo. Tensa el hilo, y vuelve a recogerlo una y otra vez, con parsimonia, con la cara descompuesta por el esfuerzo, y con el dolor propio de la lucha persecutoria del monstruo.
Poco a poco el enorme pez va rindiéndose al pescador y su cuerpo queda varado en la arena. Acudimos en su ayuda y con arpones lo arrastramos fuera del agua. El escualo pesa algo más de 15 kilos -un marrajo de color pardo y dientes afilados- que muerde el anzuelo voraz intentando partirlo. Pero es en vano, y la victoria del rudo pescador sobre el mar es nuestra victoria.
(Y nunca sabremos si el duelo de vivir eran lágrimas vertidas en tu nombre, padre, y el consuelo de sabernos hijos de tu sangre)
ROSA MARÍA VERA