HOMBRES DE TRONO
Huele a azahar, a
madreselva y tomillo, a naturaleza en flor y esplendor en la hierba. La Semana de Pasión presenta su gallardía
con unos hombres de trono que son juglares del honor y gladiadores del asfalto. No se rinden al Cielo, ni
a los tumultos, ni al gentío que aplaude su paso firme y a veces agotador,
cuando la fe mueve montañas y los pies de Dios se manifiestan doloridos pero
férreos.
Es una lucha encarnizada
entre la virtud y la demonización de una semana que esclaviza y tienta incluso
al no creyente. El cristiano reza, e incluso el agnóstico aplaude la pasión por
vivir y la espuma de una ilusión mágica. Las
imágenes que se elevan, la orfebrería de unos artesanos que supieron valorar el
fervor de un pueblo, y el Espíritu de la paloma que nos acoge con una
devoción que unge de alegría nuestros corazones y de gratitud hacia un Dios que baja a la tierra y se hace hombre.
El fervor de los
penitentes sigue la estela de su Virgen y de un Cristo que prevalece sobre el
tiempo, las nubes, y una lluvia que amenaza y siempre llega inoportuna, como el
aguador que ofrece de beber al sediento cuando éste ya no tiene sed. Es así,
sin lucha no existe victoria, pero la
Semana Santa no presenta vencedores ni vencidos, sino Pasión y ternura cuando
desde la fe y la vocación Málaga se engalana y muestra su grandeza.
Palmas
y olivos en domingo de Ramos, fervor y penitencia tras el Cautivo, y limones
cascarudos como licencia refrescante para la sed. El aire se estremece entre plañideras y saetas, y la Virgen que lloró
ante los pies de su hijo permanece inmaculada. Una Madonna que sufre
mientras Cristo muere para redimirnos como especie a extinguir, pero con el
alma inmortal más Allá de cualquier frontera.
Llora el pueblo porque el resucitado vive entre nosotros, palpita por el último rincón de nuestra conciencia y desprende azahar entre los árboles. Allá en la lejanía se escucha un redoble de tambores y el Cielo por fin sonríe. Silencio y recogimiento. La Penitencia cumple con el anhelo cristiano y la tierra recoge el testigo de una divinidad que camina eterna.
Llora el pueblo porque el resucitado vive entre nosotros, palpita por el último rincón de nuestra conciencia y desprende azahar entre los árboles. Allá en la lejanía se escucha un redoble de tambores y el Cielo por fin sonríe. Silencio y recogimiento. La Penitencia cumple con el anhelo cristiano y la tierra recoge el testigo de una divinidad que camina eterna.
Huele
a incienso, el aroma de los dioses, y los hombres de trono tributan su plegaria como ángeles incorpóreos, porque
ellos representan una pureza que nunca debe morir.
ROSA
MARÍA VERA