lunes, 21 de octubre de 2019

GUERRA DE ALCANTARILLAS




GUERRA DE ALCANTARILLAS


   El nacionalismo catalán ha perdido la sonrisa, su poder de convicción, la partitura de una canción de paz boicoteada por un rebaño nacionalista de niños pijos, parias, okupas y Ninis adoctrinados en su propia mentira. La revolución separatista se gestó desde hace tiempo en las escuelas, como el nazismo en su época efervescente, y siguió en las alcantarillas, desde las cloacas de un Estado vendido al mejor postor.

   El estallido terrorista culmina con calles ardiendo y contenedores calcinados, con las Fuerzas del Orden desbordadas porque un ministro del Interior, Grande Marlaska, no quiere herir las sensibilidades independentistas. Un ministro cobarde que huye de la confrontación con sus jefes socialistas y con otros poderes que dirigen desde sus despachos la trama de guerrillas en la calle. Porque es en la calle donde se gana la guerra, una guerra bien planificada tanto en Barcelona como en otras regiones catalanas colmando el vaso de la paciencia, destrozando el mobiliario piedra a piedra. 

   El pueblo bebe un bol envenenado de hiel y sufrimiento, atemorizando a personas que se esconden en sus casas sin posibilidad de luchar contra esta hidra de dos cabezas: la Generalitat y un séquito salvaje abocado a la destrucción. La primera reparte mecheros y la segunda prende la vara de la violencia. Torra sigue sin condenar el desbarajuste y los políticos presos se frotan las manos ante la promesa de salir libres tras las elecciones.


La gente de paz respira ante una conspiración de embozados que salen como ratas desde las alcantarillas de su negra conciencia. Una conciencia vacía de principios, de raza superior que no quiere una mezcla de sangre con el resto de los españoles. Si se miran al espejo, estos jóvenes calavera luchan contra los fantasmas de un pasado que ellos nunca han vivido, pero que se ha reescrito en la historia de su pueblo. 
   Quieren la independencia como si fuese una herencia que han perdido y pretenden recuperar; quieren ser sólo catalanes porque España les viene grande y ellos prefieren una zona de confort con su propio idioma y sus leyes. Anhelan ser diferentes, como si ardiendo su ciudad resurgiera una nueva Cataluña, una patria superior y hegemónica ante el fuego purificador, sin pararse a pensar que ya la han destruido.

    No cuentan con otros ciudadanos que no quieren la separación, la desunión de padres e hijos, que no desean los escombros de una crisis económica que está provocando la ruina de sus familias: con la huida de las empresas, los despidos, y el descalabro del turismo que ya ve en Barcelona un nuevo Vietnam. Lo proclaman a los cuatro vientos desde otros países; no vayáis allí, no es seguro. Ni el Inserso quiere viajar a una zona cero de incendios y piedras, porque aunque ya queden los últimos rescoldos, el olvido es impensable. Ya no hay marcha atrás, se han cargado una memoria, una ilusión, y se tardarán años en recuperar una normalidad ficticia.

   La rebelión violenta, el terror impuesto por un sector de la población catalana ha devorado sus expectativas de triunfo, porque si el gobierno no actúa, -y ya es tarde para actuar protegiendo a los ciudadanos que quieren ser libres ante un nacionalismo opresor y retrógrado-, la revolución de las alcantarillas habrá triunfado y su hedor se repartirá por el resto de España.

   Nuestra tierra huele a sangre y podredumbre. Es necesario luchar desde una Sociedad civil y pacífica, y hay que acudir a cualquier Manifestación que nos devuelva la ilusión en las Instituciones, en el Espíritu de la transición que tanto nos costó conseguir, en la dignidad humana, en definitiva.

   Tenemos que airear nuestra tierra del fuego y del hedor a sangre, porque si no es así, hay que darle la razón a Chesterton cuando decía que "la democracia es el gobierno de los ineducados".



ROSA MARÍA VERA