CARNAVAL
Llueve, barro, agua y carencias. El carnaval es un claro ejemplo de la sabiduría popular donde se trocea la vida, el alma se rompe en jirones y clarea el alba sobre una piel trémula. Las casas se recogen sobre sí, albergan sueños, y las risotadas rasgan el aire en una ciudad que destila pobreza, hastío.
Canciones satíricas, humor
blanco y mucho disfraz quemándonos la piel para superar el frío ánimo que nos
envuelve. Y no es que obviemos la diversión, sino que ansiamos que España salga
de este pozo económico envenenado. Una intrincada selva emponzoñada porque no
hay luz que alumbre el final del túnel, aunque haya optimistas que confundan
una farola con ese resplandor perpetuo del insomne, del que percibe la juerga
como una vulgar imitación de la vida.
El carnaval es una ilusión
óptica, un despliegue de la diosa carne subyugada por unos súbditos que le
rinden pleitesía. Las voces desenfrenadas, las lenguas viperinas de quién no
tiene nada que perder porque ya todo está perdido en las lagunas de la memoria.
El desencuentro con el poder, el moribundo que recorre el desierto sin agua y
con la sed resquebrajándole las tripas. Y es que no hay razones para bailar al
son del circo y sus payasos. No quiebra la risa el aire allá donde el
descontrol arroja su carroña a las hienas.
El dios Baco derrama sus
vides y el frenesí de las máscaras esconde lo que la verdad asoma tras unos
ojos desposeídos de lágrimas. Hay que vivir, sí, y reír en una fiesta
interminable, para después olvidar entre calles desiertas, de casas que se
recogen sobre sí, calladas, tras la dulce tregua nocturna donde pervive la ambrosía del ayer.
Y al alba, vuelve otra vez
la penumbra, ese anhelo de luz que teje la urdimbre de los sueños.
ROSA
MARÍA VERA