lunes, 24 de febrero de 2014

CARNAVAL




CARNAVAL


   Llueve, barro, agua y carencias. El carnaval es un claro ejemplo de la sabiduría popular donde se trocea la vida, el alma se rompe en jirones y clarea el alba sobre una piel trémula. Las casas se recogen sobre sí, albergan sueños, y las risotadas rasgan el aire en una ciudad que destila pobreza, hastío. 

   Canciones satíricas, humor blanco y mucho disfraz quemándonos la piel para superar el frío ánimo que nos envuelve. Y no es que obviemos la diversión, sino que ansiamos que España salga de este pozo económico envenenado. Una intrincada selva emponzoñada porque no hay luz que alumbre el final del túnel, aunque haya optimistas que confundan una farola con ese resplandor perpetuo del insomne, del que percibe la juerga como una vulgar imitación de la vida.

   El carnaval es una ilusión óptica, un despliegue de la diosa carne subyugada por unos súbditos que le rinden pleitesía. Las voces desenfrenadas, las lenguas viperinas de quién no tiene nada que perder porque ya todo está perdido en las lagunas de la memoria. El desencuentro con el poder, el moribundo que recorre el desierto sin agua y con la sed resquebrajándole las tripas. Y es que no hay razones para bailar al son del circo y sus payasos. No quiebra la risa el aire allá donde el descontrol arroja su carroña a las hienas.

   El dios Baco derrama sus vides y el frenesí de las máscaras esconde lo que la verdad asoma tras unos ojos desposeídos de lágrimas. Hay que vivir, sí, y reír en una fiesta interminable, para después olvidar entre calles desiertas, de casas que se recogen sobre sí, calladas, tras la dulce tregua nocturna donde pervive la ambrosía del ayer.

Y al alba, vuelve otra vez la penumbra, ese anhelo de luz que teje la urdimbre de los sueños.

ROSA MARÍA VERA