martes, 5 de octubre de 2010

QUIRÓFANO




La sala está fría como una caverna devoradora de cuerpos. No hay apenas luz mientras las enfermeras se mueven con celeridad y los médicos permanecen quietos al fondo. Sientes que te abren la bata mientras conectan tubos y parches, percibes que las caras se acercan deformándose en un espejo tridimensional de voces, y es cuando la sangre se congela y un líquido entra para mantenerte viva.

Hay diálogo, explicaciones, y el deseo de viajar a Egipto antes de sumergirte en un sueño profundo. Después de una corona adhesiva en la frente para comprobar que sigues dormida y viva, vienen las incisiones, imaginas las batas y las mascarillas, y la concentración sobre una piel que ya no te pertenece. Y sientes el dolor de no controlar nada, de no dirigir la orquesta de la vida porque no hay nada a tu alcance y entras en otra galaxia extraña y lejana.

Un mundo soterrado donde ya no ves la claridad, donde no puedes expresar una queja o una lágrima, ajena a manos que hurgan y perforan como fieras hambrientas, mientras imaginas que antes otro familiar entró en esa misma esfera aterradora y murió sin pisar tierra y sin despedirse. El vuelo del ave que se alejó para siempre del mar y del marinero que después de escribir su bitácora breve e intensa puso rumbo hacia el infinito.

Es el mismo lugar, el mismo suelo maldito que alguna vez juraste no pisar, odiando su existencia. Quizás por miedo al dolor, a la lucha del buceo en la oscuridad y sin apenas oxigeno para subir a la superficie. Pero luchas, y sufres aterrada sin ver todavía la luz, herida y con el lazo de la angustia sobre tu cuello, sólo que esta vez entras en el torbellino del destino sin haber llegado tu hora, sin descender todavía los peldaños helados de la muerte.


ROSA MARIA VERA

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