lunes, 11 de enero de 2010

LA VIRGEN DE LA SIERRA



     LA VIRGEN DE LA SIERRA

No piensas nada, sólo disfrutas de la magia hechicera de un paisaje singular. Vives el día, sueñas, y vislumbras las delicadas formas de la niebla ocultando los árboles y las montañas. No es Londres, ni un cuento de Alan Poe, sino la altura y el agua nieve que empapa el cuerpo con una humedad abrasadora. Y no es ilusión óptica si el frío quema y las huellas rojizas marcan la piel de unas manos sin guantes. Allí arriba, donde las formas espectrales cobran vida y las ramas azotan mi rostro con la furia de la imaginación.

Así me sentí subiendo los 15 kilómetros que distan de Cabra la hermosa ermita de la Virgen. A 1.217 metros de altura las casas son blancas y limpias, diminutas, y el pueblo emerge con un collage abstracto si logras limpiar el vaho que cubre tu visión. La niebla, silenciosa y densa como el suspiro del viajero, recorre los arbustos y cubre de abrigo blanco las piedras.

Hay murmullos y una letanía que comparas a un enjambre de abejas.

Oyes los cánticos de los peregrinos, pero tan sólo escuchas los latidos del Predicador pastoreando las almas. Firmas en el libro de visitas y oras en silencio por los que no están. Enciendes una vela, y miras el cielo, allá donde el Paraíso descubrió su nombre y sus protegidos moran. El lejano valle donde plantan raíces los fuertes de corazón, los recordados, y los que tienen nombre grabado en las iluminarias del camposanto.

Y sueñas que la Virgen de la Sierra te concederá un deseo. Tan sólo uno, y alcanzable. Y sientes que velará por ti, que será tu guía por el intrincado camino de la única verdad de tu vida: la lucha, y la tozuda sensación de existir. Y hoy, día de la Inmaculada, siento la dicha de los que creen y tienen fe, porque de ellos será la tierra eterna.

Y quizás sin saberlo, toqué la felicidad en el ingenuo celestial de un instante.


ROSA MARÍA VERA

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