ADELGAZANTES
Las pastillas siempre han tenido un hueco especial en la botica de nuestra vivienda. El ciudadano medio cuando no juega a los juegos de azar, le da por el botiquín y las píldoras. Nuestra báscula mental se agiliza con la ruleta rusa del estómago. Si un ‘augur’ o un estudio de mercado arrojasen un balance del gasto farmacéutico anual por persona, sorprendería la adicción del ser humano por la medicación asistida.
Baltasar Gracián en su
oráculo manual y arte de la prudencia dice: “Dejar hacer la naturaleza allí, y
aquí la moralidad”, refiriéndose a nuestra manía por las cápsulas coloreadas,
cuando el arte consiste en no aplicar remedios incurables. Y es que el efecto
placebo puede ser el mismo si compramos una caja de juanolas o unos comprimidos
de jalea real, que ingerir píldoras para sosegar “vulgares torbellinos”.
La obesidad tiene sus
riesgos, pero una delgadez manipulada con fármacos puede ser mortal si no hay
un control médico honesto y riguroso. Según la moda impuesta por modistos
andróginos y modelos anoréxicas, hay que tener la esbeltez de un pararrayos o
la anchura de una escoba para conseguir la categoría de estéticamente
escuálidos, pero guapos a rabiar para lucir las tallas que nos venden en las
pasarelas.
Los productos adelgazantes
que se acogen a la geometría vertical para hacer su agosto, -una oenegé
impuesta por la alta costura y la falsa cultura del absentismo comestible- no
sólo quitan el apetito sino que son nefastos para nuestro organismo. En los
países tercermundistas el hambre merodea entre pequeños y adultos esquilmando
una población despreocupada por el sobrepeso. Un adelgazamiento obligatorio que
los gobiernos deberían subsanar erradicando a políticos corruptos que rapiñan el
reparto de bienes.
Porque la conquista humana
más importante está aquí en la tierra, y el Espacio puede esperar años luz. Los
que pasan hambre tienen las horas contadas, y las huellas del cansancio agotan
ya nuestra paciencia.
ROSA
MARÍA VERA
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