martes, 18 de diciembre de 2012

MUERTE EN LA ESCUELA



MUERTE EN LA ESCUELA


La matanza perpetrada en una escuela de Connecticut por un adolescente de 20 años plantea serios interrogantes. ¿Qué enfermedad mental padecía Adam Lanza, el asesino de 27 víctimas, para que realizase dicha masacre? ¿Por qué su madre, conocedora de los problemas de su hijo, no alertó a psiquiatras y profesores?

No se trata de culpabilizar a una madre fallecida a manos de su hijo, un monstruo incubado por ella misma, pero sí de exigir responsabilidades a una sociedad americana promiscua en vender armas sin licencia y estar orgullosos de una nación cuya principal bandera es el rifle y las armas de fuego.

El asesino Adam Lanza tenía todos los medios a su alcance para cometer sus crímenes. Su madre pertenecía a un grupo denominado “survivalists” que creía en la profecía Maya del fin del mundo y que por ello almacenó en su casa víveres y pistolas. En este ambiente se desenvolvió un niño con graves problemas de personalidad. Un niño al que su madre conocedora del peligro advertía a su canguro de que jamás le diera la espalda.

Así creció el asesino de la escuela de Newtown (Connecticut) y la policía todavía sigue preguntándose por qué. ¿Por qué Adam Lanza destruyó el disco duro de su ordenador si su culpabilidad posterior resultaría evidente? ¿Quién influyó en este adolescente de 20 años para tamaña atrocidad?

Está claro que la idea no surgió en su enfermo cerebro por “casualidad”. Alguien encaminó sus pasos deliberadamente para que destruyera su ordenador antes de la matanza. Y es evidente que lo tenía todo bien urdido y planeado: chaleco antibalas, tres armas de fuego y máscara para cubrirse el rostro.

Ahora Norteamérica está de luto, pero nosotros también. Estamos indignados de que un país que se erige como el más demócrata del mundo y lidere los destinos del planeta, venda munición al mejor postor. Es inconcebible que cualquier psicópata pueda entrar en un colegio y matar a seres inocentes por culpa de la venta indiscriminada de armas de fuego.

Quién quita la oportunidad evita el peligro, y la sangre derramada señala a varios culpables: criminales ausentes del escenario del crimen, y asesinos colaterales.

Las victimas ya no pueden llorar, pero sus familiares sí, y las lágrimas deberían concienciar a una sociedad permisiva y enferma.

No se puede consentir que los muertos queden irredentos.



ROSA MARÍA VERA