VIAJE
MORTAL
Todavía palpita la sangre
sobre las vías del tren. Roja y húmeda, oscura y maldita, coagulada y difícil
de borrar tras lamer la superficie. Las velas arden por los fallecidos, crepitan
las luces de un fuego eterno por aquellos que yacen en los hospitales con la
incertidumbre de su recuperación. Ya no hay luto, sino pena; desesperación y
desánimo por un accidente que pudo haberse evitado y que pasará a la crónica de
sucesos con el toque surrealista de una actuación funesta.
Las víctimas inocentes de
la estulticia de un maquinista siguen vivas en el recuerdo y en la indignación
que nos provoca la muerte cuando es fortuita y brutal. El accidente ferroviario
en Santiago de Compostela tiene un único culpable, y hablar de fallos técnicos
tiene un recorrido muy corto. La caja negra del tren ha dicho la última
palabra: el convoy iba a 192 km/hora mientras el conductor hablaba por teléfono
ajeno a los límites de velocidad, y al pisar el freno el tren descarriló a 153
km/hora saliéndose de la vía.
Todavía no comprendo muy
bien cómo funciona la selección del personal de RENFE, y si éstos asisten a controles
médicos y psicológicos de forma periódica al igual que lo hacen los pilotos de
avión y los controladores aéreos. Si esto no es así, la gravedad adquiere
tintes trágicos porque de la salud mental de un conductor dependen cientos de
vidas.
Es inaudito que un
trayecto se convierta en un viaje mortal sólo por una conducción descabellada.
Todavía siguen ingresadas 66 personas en hospitales gallegos, 15 de ellas en
estado crítico, y si no se depuran responsabilidades y no hay dimisiones, las
muertes habrán sido en vano.
No es cuestión de hacer
leña del árbol caído, sino de elaborar un sistema de defensa. Defensa contra el
dolor, la indignación y la pérdida de vidas que nunca debieron morir ese trágico
día.
Aún permanece el olor a incienso, crepita el llanto mientras las lágrimas horadan la tierra, allí donde el pulso dejó de latir.
ROSA
MARÍA VERA
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